Los quejidos de la niña se escuchaban generalmente por las mañanas. El hombre había estudiado durante una semana los movimientos de la casa. La mujer salía presurosa, con los ojos enrojecidos, jadeante; era una mujer alta y fornida.
Una noche, el hombre escuchó susurros en el pasillo, estaba impaciente, era la madre, la niña nunca estaba sola. El hombre empezó a estudiar los movimientos del apatamento de la niña. En la noche todo se calmaba y el hombre aprovechaba para acercarse al pasillo y posarse frente a la puerta. Por la tarde la madre traía medicinas, el hombre la observaba desde el ojo mágico de su departamento. El padre no vivía con ellas, pero las visitaba a diario. Se le veía triste, ausente.
El hombre sintió que el tiempo de la niña se acababa y decidió no esperar más. Se presentó ante la madre y preguntó tímidamente por la salud de la enferma. La familia lo recibió triste pero amable, le dieron una tasa de café con leche y le contaron cosas sobre la enfermedad de la niña. El hombre no se inmutó en su corazón, en lo único en que podía pensar era en el mechón de cabello, aquél, el que necesitaba.
La niña tenía leucemia y no había recibido quimioterapias recientes, podría tener un poco, al menos de cabello. EL hombre fingió interés y preocupación ante la madre quien lo catalogó como un hombre comprensivo y solidario.
Visitó la casa todos los días, llevaba galletas, gatorades y hasta medicinas que creía serían útiles para la niña. La familia en poco tiempo fue dándole confianza. El hombre se sentía cada vez más cerca de su meta, aquél mechón de cabello. Pronto podría verla, finalmente.
Una noche, el hombre escuchó susurros en el pasillo, estaba impaciente, era la madre, la niña nunca estaba sola. El hombre empezó a estudiar los movimientos del apatamento de la niña. En la noche todo se calmaba y el hombre aprovechaba para acercarse al pasillo y posarse frente a la puerta. Por la tarde la madre traía medicinas, el hombre la observaba desde el ojo mágico de su departamento. El padre no vivía con ellas, pero las visitaba a diario. Se le veía triste, ausente.
El hombre sintió que el tiempo de la niña se acababa y decidió no esperar más. Se presentó ante la madre y preguntó tímidamente por la salud de la enferma. La familia lo recibió triste pero amable, le dieron una tasa de café con leche y le contaron cosas sobre la enfermedad de la niña. El hombre no se inmutó en su corazón, en lo único en que podía pensar era en el mechón de cabello, aquél, el que necesitaba.
La niña tenía leucemia y no había recibido quimioterapias recientes, podría tener un poco, al menos de cabello. EL hombre fingió interés y preocupación ante la madre quien lo catalogó como un hombre comprensivo y solidario.
Visitó la casa todos los días, llevaba galletas, gatorades y hasta medicinas que creía serían útiles para la niña. La familia en poco tiempo fue dándole confianza. El hombre se sentía cada vez más cerca de su meta, aquél mechón de cabello. Pronto podría verla, finalmente.
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