Repleto, todo repleto. Los taxis no pasan, y si lo hacen, se encuentran por supuesto ocupados. En la parada Nro. 18 hace su aparición una mujer. Esta nerviosa, mira constantemente el reloj y mueve la pierna. Está oscureciendo y la gente trata inútilmente de obtener un puesto en un vehículo cualquiera que la lleve al menos algo cerca de su casa. La mujer se impacienta, quiere montarse en cualquier autobús o taxi pero no puede. Cree que nada en el mundo es más difícil que eso. Unas muchachas avezadas logran colarse entre la gente para subirse a un autobús, la mujer las mira con desprecio. Un hombre de blue jeans negros logra detener un taxi descuidado que pasaba vacío. La mujer se desespera, se lamenta de su suerte.
Pasados cuarenta minutos aún quedan en la parada de autobús: dos viejas que conversan, tres muchachos que miran la hora, una chica que ha llegado hace un momento y la mujer. Todos los demás que estaban cuando ella llegó, sin saber cómo, se montaron en cualquier cosa y seguramente ya estaban en su casa, tomándose un tesito o viendo televisión en su cuarto con aire acondicionado. La mujer, sin embargo, trina de obstinación, de desespero, frustración. Una de las viejas conversadoras detiene un taxi en buen estado que pasa por la avenida. Ella las mira, se avergüenza, no, si, no, si ―piensa― hasta que finalmente se decide abordar a las dos señoras un momento antes de que entren en el taxi. Con todo el valor del mundo se atreve a preguntarles si pueden compartir: ellas, la ven de arriba abajo, buscando una señal de buena persona, la aprueban tácitamente y asienten.
La mujer, mucho tiempo después mira por la ventanilla del auto en movimiento y se siente feliz de haber salido de aquella parada Nro. 18, feliz como nunca pudo estarlo, un día cualquiera, uno de aquellos, en que le era muy fácil regresar a casa, después del trabajo.
Pasados cuarenta minutos aún quedan en la parada de autobús: dos viejas que conversan, tres muchachos que miran la hora, una chica que ha llegado hace un momento y la mujer. Todos los demás que estaban cuando ella llegó, sin saber cómo, se montaron en cualquier cosa y seguramente ya estaban en su casa, tomándose un tesito o viendo televisión en su cuarto con aire acondicionado. La mujer, sin embargo, trina de obstinación, de desespero, frustración. Una de las viejas conversadoras detiene un taxi en buen estado que pasa por la avenida. Ella las mira, se avergüenza, no, si, no, si ―piensa― hasta que finalmente se decide abordar a las dos señoras un momento antes de que entren en el taxi. Con todo el valor del mundo se atreve a preguntarles si pueden compartir: ellas, la ven de arriba abajo, buscando una señal de buena persona, la aprueban tácitamente y asienten.
La mujer, mucho tiempo después mira por la ventanilla del auto en movimiento y se siente feliz de haber salido de aquella parada Nro. 18, feliz como nunca pudo estarlo, un día cualquiera, uno de aquellos, en que le era muy fácil regresar a casa, después del trabajo.
Comentarios